Menudencias
inadvertidas de la misa conciliar. ¿Menudencias...?
Hace
unos pocos días oí en una misa del
rito ordinario el evangelio siguiente:
«Al
partir Jesús de allí le siguieron dos ciegos que a gritos decían: Compadécete
de nosotros, hijo de David. Cuando llegó a la casa, se le presentaron los
ciegos, y les dice Jesús: ¿Creéis vosotros que puedo hacer eso? Dícenle: Sí,
Señor. Entonces les tocó los ojos, diciendo: Según vuestra fe, hágase así con
vosotros. Y se les abrieron los ojos. Y Jesús les dio órdenes terminantes,
diciendo: Mirad que nadie lo sepa. Más ellos, esparcieron su fama por toda
aquella tierra.» Mt 9, 27-31.
Este
texto me hizo pensar en las derivas y atajos a ninguna parte con que se interpreta el
nuevo ecumenismo y la nueva evangelización. No cito "La Nueva
Evangelización" de los documentos oficiales sino la de la realidad
pastoral practicada mucho antes de su publicación y en sentido contrario a su
texto. Entiéndase el gran timo de que la ley sea para el archivo mientras sus
"delincuentes" campan libremente. Los viejos apóstoles -¡católicos!-
de esta herejía, ya fueron conocidos en la España del Frente Popular. Su
propuesta era así de sencilla: una religión global válida en su multiplicidad
de credos, todos salvadores. Pero el Frente Popular no tenía mimbres para la
proeza de unir a sus líderes en Asís para imaginarse algún día regidores
"democráticos" de algo parecido a un Mercado Común de las religiones.
Algunos
"hermeneutas" aventureros olvidan que nuestra religión se llama cristianismo;
que su característica es la de creer en Jesucristo, Dios y hombre, y en su
evangelio. Condición para ser herederos y recipiendarios del Reino de Dios.
Quien no cree en Jesucristo no es cristiano. Tampoco lo es el misionero que
cree servir a la Iglesia pero practica y predica unos humanitarismos sin
Cristo. La caridad sin Caridad no sirve para nada, es siembra estéril; ensalza
al enviado benefactor sin dar idea de Quién es el que le envía, verdadero
acreedor de toda gratitud.
« En
esto se conoce el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesús como
Cristo venido en carne, es de Dios; y todo el que rompe la unidad con Jesús, no
es de Dios; éste es el espíritu del anticristo, el cual habéis oído que viene,
y ahora está en el mundo. » (1 Jn 4, 2 y ss)
«Porque
muchos seductores han salido al mundo: los que no confiesan a Jesús como Mesías
venido en carne. Esta gente es el seductor y el anticristo. » (2 Jn 7)
«Si
alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina no le recibáis en casa ni le
saludéis; porque el que le saluda entra en comunión con sus malas obras. (2 Jn
10-11) »
Pero
todos aquellos que se sienten atraídos por Jesús de Nazaret y vislumbran el valor de su nombre
sobre todo nombre, sí que tienen potestad de ser hijos de Dios; los
cuales no de la sangre (raza o nación), ni de la voluntad de
la carne (los descendientes), ni de la voluntad del hombre (el
Estado, el poder), sino de Dios nacen. Él, sólo, Jesucristo, es la
luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo.
(Jn 1, 1-18)
Por
tanto, en contrario, los que se distinguen por su empecinamiento de no creerle, de no seguirle, de no
interesarse por conocerle y amarle más que a la propia vida, no son coherentes
al reclamar derechos hacia sus promesas. No, no les valdrá pertenecer a una
secta simoníaca, oficina de empleos, club de negocios bajo la carátula
religiosa; no les valdrá sentirse arropados gregariamente por contagio del
engaño que les acomoda, incapaces de responder como los ciegos de la lectura.
Creo
que el Reino de los Cielos es
nuestro sólo en correspondencia con cuanto nosotros queramos ser sus súbditos.
Como los dos ciegos, porque le reconocieron Señor y le llamaron Hijo de David.
Inteligencia que el mismo Jesús refrenda al no dar sus gracias y dones a todos
indiscriminadamente, que podía haberlo hecho, sino a quienes también le
reconocen Señor e Hijo de David, asombrados ante las pruebas de su poder sobre
la naturaleza: "Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son
limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados y los pobres (de
Yahveh) evangelizados". (Mt 11,3)
El
evangelio que abre este post me manifiesta el verdadero
sentido de nuestra fe. De
la honradez de nuestros sacerdotes y misioneros, del esplendor histórico de la
Iglesia. Musulmanes, budistas, judíos, animistas, herejes de ayer y de hoy, lobbies y
sectarios de fuera y de dentro de la estructura eclesial...: ¿Barruntáis que
Jesucristo pudiera ser Dios mismo hecho hombre? Venid, pues, y enmendad
vuestros despistes, que también sois destinatarios de sus promesas, compañeros
de los ángeles, hechos como ellos para vivir siempre. O, por el contrario, ¿os
empecináis en no creer en el Cristo del Credo Católico? Pues, entonces, es
imposible ese utópico ecumenismo; os están engañando.
La
protestantización de la misa fue obligada por el plan de globalización con el
que destruir toda religión, en especial la nuestra. Así, a través del Novus
Ordo - marcadamente en su versión vernácula - se nos indujo la idea de que la
sangre derramada por Cristo en su pasión y en su cruz, en lugar de ser
beneficio "pro multis", esto es, para la elemental limitación de los
que le creen y le aman, ahora, en apoteosis de loco buenismo, hemos
de entender sea para todo nacido de mujer, sin distinción de conocimiento e
incluyendo a los que en su terquedad sigan despreciándole.
Dios
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es una verdad palmaria, obvia.
Esa es en Dios la intención antecedente. Pero al rechazar su
llamada, la realidad consecuente ya no se corresponde
con todos sino con el número necesariamente limitado de muchos.
Está claro ¿verdad? Pues hay multitud de supuestos cristianos que no lo
entienden.
Volvamos
a los dos ciegos. Jesús, como en tantos otros casos, exige a sus
beneficiados que confiesen creer en Él. (Quizás el mayor argumento se
encuentre en la parábola del insolente invitado a las bodas, declaración que
hace temblar al más pintado.) Y justo aquellos ciegos así le creen, ya en su
insistente detalle de llamarle Hijo de David. Subrayo que el título
de Hijo de David lo aplicaban los judíos coetáneos de Jesús
para referirse a su esperado Mesías, fundándose en las numerosas predicciones
que señalaban a Jesús como fruto que Dios suscitaría del tronco del rey David.
La
misa de rito extraordinario es la misa más católica
Las
fórmulas, ritos y símbolos reunidos en la liturgia católica se adhieren en conjunto
a los más antiguos modos en que la Iglesia los practicó. Desde la liberación de
la sinagoga hasta la misa nueva impuesta a la Iglesia por Pablo VI.
Así podemos apreciar con qué amor a sus símbolos la misa de San Pío V se
codificó sobre aquellas otras de antigüedad superior a doscientos años, de un
modo u otro refundidas en ella. Pensemos, por ejemplo, en los "Kiryes" (“Señor
ten piedad”), y su huella griega; o en el Sanctus y su huella
hebrea al decir "Dominus Deus Sabaoth" (“Señor Dios” de
los ejércitos)
Por
esta tradición tomamos
conciencia de que las palabras que componen las fórmulas de Consagración son
fundamentales para hacer lo que la Iglesia quiere, para seguir lo que Cristo
quiso, para obtener las gracias de comer el pan "bajado del cielo".
Tradiciones no solo de palabras cuanto también de vasos y de
especies. Así para el cáliz que las palabras de San Pedro, en
este antiguo Ordo, nos recordaban a aquél otro cáliz original que tomó en sus
«santas y venerables manos» el mismo Jesús. Así, también, el pan y el vino que
Jesús adoptó del sumo sacerdote Melquisedec cuando ofreció en
sacrificio trigo y uvas. (Reparemos en que aquí, Jesús, también amante de la
tradición, nos transportó al tiempo mismo de Abraham.)
Otra
omisión especialmente triste de la Nueva Misa es que la Invocación de los Santos, que en el
rito tradicional era imprescindible en las oraciones después de la Consagración
-"Nobis quoque peccatoribus"-, ahora, en el nuevo dan al celebrante
la libertad de saltársela, con lo cual se omite siempre. Recomiendo lean
ustedes la oración pues que en ella se reúne una lista de santos mártires
encabezada por Juan Bautista acompañado porIgnacio de
Antioquía, no casualmente el más eucarístico, aquel que no aceptando
traicionar a Cristo y por ello condenado a ser triturado por los leones, cuando
le llevaban al circo declaraba su impaciencia para ser trigo molido en
sus muelas como hostia de Cristo.
Muchos
fieles consideran una temeridad haber
permitido que la fórmula de la consagración al hacerse en vernáculo induzca al
celebrante a cambios, si es aficionado a las "morcillas" -término
teatral-, supuestamente pedagógicos. ¿Dónde está el respeto hacia el deseo de
Nuestro Señor: "Haced esto en memoria mía"? En el Canon
de nuestra misa meten sus manos no ya aquel urdidor papal, Annibal
Bugnini, sino cualquier cura que quiera agradar (!) a su obispo. Sin
embargo, cuando un centinela en su puesto de guardia oye un santo y seña que no
es el convenido -- "¿Quién vive?", dice el centinela y el intruso
contesta "¡San Diego y cierra España!", lo normal será que de
inmediato le descerrajen dos tiros. -- (*) O cuando un joyero quiere abrir la
caja fuerte donde guarda sus más valiosas joyas, si no introduce la clave de
apertura no podrá sacarlas. Pues igual para las mismas palabras que San Pedro
oyó a Jesús y usó en sus eucaristías.
(*) (La
consigna debió ser: "Santiago y...")
A
raíz de esto ya no me extraña que buen número de católicos lleguen a pensar -qué terrible deber el de
pensar y qué cómoda liviandad dejárselo a otros- que en la Iglesia del
post-concilio llevamos más de medio siglo sin misa. ¡Más de medio siglo
sin misa! A la que por inercia de catecismo seguimos llamando
paradójicamente culmen y máxima expresión de nuestro credo y de nuestro culto.
Por supuesto, Dios sabe bien el grado de la inocencia de su grey, pero eso no
salva de responsabilidad a sus pastores…
.
.
«Las
oraciones de nuestro Canon se encuentran en el Tratado De Sacramentis que
data de finales del s.IV. [...] Nuestra Misa no ha sido cambiada en nada
esencial desde la época en que se celebró por primera vez la más antigua
liturgia reglada para toda la Iglesia. [Aproximadamente trescientos años
después de Cristo.] Hoy todavía conserva el perfume de aquella liturgia
primitiva, de los días en que los césares regían el mundo y esperaban poder
extinguir la fe cristiana, aquellos días en que nuestros padres se reunían al
rayar la aurora para cantarle un himno a Cristo como a su Dios. No hay en toda
la Cristiandad -desde el oriente al occidente- rito igual de venerable que la
Misa romana.» (Adrián Fortescue, "La Misa", 1921)