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sábado, 3 de enero de 2015

Menudencias inadvertidas de la misa conciliar. ¿Menudencias...?

Menudencias inadvertidas de la misa conciliar. ¿Menudencias...?
Hace unos pocos días oí en una misa del rito ordinario el evangelio siguiente:
«Al partir Jesús de allí le siguieron dos ciegos que a gritos decían: Compadécete de nosotros, hijo de David. Cuando llegó a la casa, se le presentaron los ciegos, y les dice Jesús: ¿Creéis vosotros que puedo hacer eso? Dícenle: Sí, Señor. Entonces les tocó los ojos, diciendo: Según vuestra fe, hágase así con vosotros. Y se les abrieron los ojos. Y Jesús les dio órdenes terminantes, diciendo: Mirad que nadie lo sepa. Más ellos, esparcieron su fama por toda aquella tierra.» Mt 9, 27-31.
Este texto me hizo pensar en las derivas y atajos a ninguna parte con que se interpreta el nuevo ecumenismo y la nueva evangelización. No cito "La Nueva Evangelización" de los documentos oficiales sino la de la realidad pastoral practicada mucho antes de su publicación y en sentido contrario a su texto. Entiéndase el gran timo de que la ley sea para el archivo mientras sus "delincuentes" campan libremente. Los viejos apóstoles -¡católicos!- de esta herejía, ya fueron conocidos en la España del Frente Popular. Su propuesta era así de sencilla: una religión global válida en su multiplicidad de credos, todos salvadores. Pero el Frente Popular no tenía mimbres para la proeza de unir a sus líderes en Asís para imaginarse algún día regidores "democráticos" de algo parecido a un Mercado Común de las religiones.
Algunos "hermeneutas" aventureros olvidan que nuestra religión se llama cristianismo; que su característica es la de creer en Jesucristo, Dios y hombre, y en su evangelio. Condición para ser herederos y recipiendarios del Reino de Dios. Quien no cree en Jesucristo no es cristiano. Tampoco lo es el misionero que cree servir a la Iglesia pero practica y predica unos humanitarismos sin Cristo. La caridad sin Caridad no sirve para nada, es siembra estéril; ensalza al enviado benefactor sin dar idea de Quién es el que le envía, verdadero acreedor de toda gratitud.
« En esto se conoce el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesús como Cristo venido en carne, es de Dios; y todo el que rompe la unidad con Jesús, no es de Dios; éste es el espíritu del anticristo, el cual habéis oído que viene, y ahora está en el mundo. » (1 Jn 4, 2 y ss)
«Porque muchos seductores han salido al mundo: los que no confiesan a Jesús como Mesías venido en carne. Esta gente es el seductor y el anticristo. » (2 Jn 7)
«Si alguno viene a vosotros y no trae esta doctrina no le recibáis en casa ni le saludéis; porque el que le saluda entra en comunión con sus malas obras. (2 Jn 10-11) »
Pero todos aquellos que se sienten atraídos por Jesús de Nazaret y vislumbran el valor de su nombre sobre todo nombre, sí que tienen potestad de ser hijos de Dios; los cuales no de la sangre (raza o nación), ni de la voluntad de la carne (los descendientes), ni de la voluntad del hombre (el Estado, el poder), sino de Dios nacen. Él, sólo, Jesucristo, es la luz verdadera que alumbra a todo hombre que viene a este mundo. (Jn 1, 1-18)
Por tanto, en contrario, los que se distinguen por su empecinamiento de no creerle, de no seguirle, de no interesarse por conocerle y amarle más que a la propia vida, no son coherentes al reclamar derechos hacia sus promesas. No, no les valdrá pertenecer a una secta simoníaca, oficina de empleos, club de negocios bajo la carátula religiosa; no les valdrá sentirse arropados gregariamente por contagio del engaño que les acomoda, incapaces de responder como los ciegos de la lectura.
Creo que el Reino de los Cielos es nuestro sólo en correspondencia con cuanto nosotros queramos ser sus súbditos. Como los dos ciegos, porque le reconocieron Señor y le llamaron Hijo de David. Inteligencia que el mismo Jesús refrenda al no dar sus gracias y dones a todos indiscriminadamente, que podía haberlo hecho, sino a quienes también le reconocen Señor e Hijo de David, asombrados ante las pruebas de su poder sobre la naturaleza: "Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados y los pobres (de Yahveh) evangelizados". (Mt 11,3)
El evangelio que abre este post me manifiesta el verdadero sentido de nuestra fe. De la honradez de nuestros sacerdotes y misioneros, del esplendor histórico de la Iglesia. Musulmanes, budistas, judíos, animistas, herejes de ayer y de hoy, lobbies y sectarios de fuera y de dentro de la estructura eclesial...: ¿Barruntáis que Jesucristo pudiera ser Dios mismo hecho hombre? Venid, pues, y enmendad vuestros despistes, que también sois destinatarios de sus promesas, compañeros de los ángeles, hechos como ellos para vivir siempre. O, por el contrario, ¿os empecináis en no creer en el Cristo del Credo Católico? Pues, entonces, es imposible ese utópico ecumenismo; os están engañando.
La protestantización de la misa fue obligada por el plan de globalización con el que destruir toda religión, en especial la nuestra. Así, a través del Novus Ordo - marcadamente en su versión vernácula - se nos indujo la idea de que la sangre derramada por Cristo en su pasión y en su cruz, en lugar de ser beneficio "pro multis", esto es, para la elemental limitación de los que le creen y le aman, ahora, en apoteosis de loco buenismo, hemos de entender sea para todo nacido de mujer, sin distinción de conocimiento e incluyendo a los que en su terquedad sigan despreciándole.
Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad. Es una verdad palmaria, obvia. Esa es en Dios la intención antecedente. Pero al rechazar su llamada, la realidad consecuente ya no se corresponde con todos sino con el número necesariamente limitado de muchos. Está claro ¿verdad? Pues hay multitud de supuestos cristianos que no lo entienden.
Volvamos a los dos ciegos. Jesús, como en tantos otros casos, exige a sus beneficiados que confiesen creer en Él. (Quizás el mayor argumento se encuentre en la parábola del insolente invitado a las bodas, declaración que hace temblar al más pintado.) Y justo aquellos ciegos así le creen, ya en su insistente detalle de llamarle Hijo de David. Subrayo que el título de Hijo de David lo aplicaban los judíos coetáneos de Jesús para referirse a su esperado Mesías, fundándose en las numerosas predicciones que señalaban a Jesús como fruto que Dios suscitaría del tronco del rey David.
La misa de rito extraordinario es la misa más católica
Las fórmulas, ritos y símbolos reunidos en la liturgia católica se adhieren en conjunto a los más antiguos modos en que la Iglesia los practicó. Desde la liberación de la sinagoga hasta la misa nueva impuesta a la Iglesia por Pablo VI. Así podemos apreciar con qué amor a sus símbolos la misa de San Pío V se codificó sobre aquellas otras de antigüedad superior a doscientos años, de un modo u otro refundidas en ella. Pensemos, por ejemplo, en los "Kiryes" (“Señor ten piedad”), y su huella griega; o en el Sanctus y su huella hebrea al decir "Dominus Deus Sabaoth" (“Señor Dios” de los ejércitos)
Por esta tradición tomamos conciencia de que las palabras que componen las fórmulas de Consagración son fundamentales para hacer lo que la Iglesia quiere, para seguir lo que Cristo quiso, para obtener las gracias de comer el pan "bajado del cielo".
Tradiciones no solo de palabras cuanto también de vasos y de especies. Así para el cáliz que las palabras de San Pedro, en este antiguo Ordo, nos recordaban a aquél otro cáliz original que tomó en sus «santas y venerables manos» el mismo Jesús. Así, también, el pan y el vino que Jesús adoptó del sumo sacerdote Melquisedec cuando ofreció en sacrificio trigo y uvas. (Reparemos en que aquí, Jesús, también amante de la tradición, nos transportó al tiempo mismo de Abraham.)
Otra omisión especialmente triste de la Nueva Misa es que la Invocación de los Santos, que en el rito tradicional era imprescindible en las oraciones después de la Consagración -"Nobis quoque peccatoribus"-, ahora, en el nuevo dan al celebrante la libertad de saltársela, con lo cual se omite siempre. Recomiendo lean ustedes la oración pues que en ella se reúne una lista de santos mártires encabezada por Juan Bautista acompañado porIgnacio de Antioquía, no casualmente el más eucarístico, aquel que no aceptando traicionar a Cristo y por ello condenado a ser triturado por los leones, cuando le llevaban al circo declaraba su impaciencia para ser trigo molido en sus muelas como hostia de Cristo.
Muchos fieles consideran una temeridad haber permitido que la fórmula de la consagración al hacerse en vernáculo induzca al celebrante a cambios, si es aficionado a las "morcillas" -término teatral-, supuestamente pedagógicos. ¿Dónde está el respeto hacia el deseo de Nuestro Señor: "Haced esto en memoria mía"? En el Canon de nuestra misa meten sus manos no ya aquel urdidor papal, Annibal Bugnini, sino cualquier cura que quiera agradar (!) a su obispo. Sin embargo, cuando un centinela en su puesto de guardia oye un santo y seña que no es el convenido -- "¿Quién vive?", dice el centinela y el intruso contesta "¡San Diego y cierra España!", lo normal será que de inmediato le descerrajen dos tiros. -- (*) O cuando un joyero quiere abrir la caja fuerte donde guarda sus más valiosas joyas, si no introduce la clave de apertura no podrá sacarlas. Pues igual para las mismas palabras que San Pedro oyó a Jesús y usó en sus eucaristías.
(*) (La consigna debió ser: "Santiago y...")
A raíz de esto ya no me extraña que buen número de católicos lleguen a pensar -qué terrible deber el de pensar y qué cómoda liviandad dejárselo a otros- que en la Iglesia del post-concilio llevamos más de medio siglo sin misa. ¡Más de medio siglo sin misa! A la que por inercia de catecismo seguimos llamando paradójicamente culmen y máxima expresión de nuestro credo y de nuestro culto. Por supuesto, Dios sabe bien el grado de la inocencia de su grey, pero eso no salva de responsabilidad a sus pastores…
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«Las oraciones de nuestro Canon se encuentran en el Tratado De Sacramentis que data de finales del s.IV. [...] Nuestra Misa no ha sido cambiada en nada esencial desde la época en que se celebró por primera vez la más antigua liturgia reglada para toda la Iglesia. [Aproximadamente trescientos años después de Cristo.] Hoy todavía conserva el perfume de aquella liturgia primitiva, de los días en que los césares regían el mundo y esperaban poder extinguir la fe cristiana, aquellos días en que nuestros padres se reunían al rayar la aurora para cantarle un himno a Cristo como a su Dios. No hay en toda la Cristiandad -desde el oriente al occidente- rito igual de venerable que la Misa romana.» (Adrián Fortescue, "La Misa", 1921)