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lunes, 3 de marzo de 2014

San Pedro Poveda (Séptima parte "Entregado del todo, hasta el martirio")

Entregado del todo, hasta el martirio
       El deseo de vivir su fe hasta la donación de la propia vida si fuera necesario, manifestado en algunas ocasiones, había ido generando en san Pedro Poveda una auténtica espiritualidad martirial. “Humillaciones, abatimientos, contrariedades, persecuciones, sufrimientos, martirio, todo ello viene como consecuencia legítima” ─había escrito en 1920─ de ser coherente con la fe. La circunstancia concreta, la dura persecución religiosa en España a partir de 1931 y, más aún en 1936, sólo fue una ocasión que puso en evidencia lo que ya se había ido consolidando en su interior. 
            En esos años difíciles, de tanto extremismo y dolor, insistió continuamente en la no violencia. Afirmaba sin cesar: “No hay que hacerse ilusiones; la mansedumbre, la afabilidad, la dulzura son las virtudes que conquistan al mundo”. Y también:

            “Ahora es tiempo de redoblar la oración, de sufrir mejor, de derrochar caridad, de hablar menos, de vivir muy unidos a nuestro Señor, de ser muy prudentes, de consolar al prójimo, de alentar a los pusilánimes, de prodigar misericordia, de vivir pendientes de la Providencia, de tener y dar paz”.

            El P. Agostino Gemelli, OFM, fundador y rector de la Universidad Católica de Milán, que en sus repetidos viajes a España conversó varias veces con don Pedro Poveda, nos ha ofrecido un importante testimonio sobre sus actitudes en ese momento crucial:
           
            “Conocí al Padre Pedro Poveda con motivo de mis tres viajes a España, durante los cuales cada vez permanecí aproximadamente una semana en Madrid. Además he mantenido con él frecuente e intenso intercambio de correspondencia […].
                Mi tercer viaje tuvo lugar, si no me equivoco, en 1935; entonces ya eran numerosos y frecuentes los signos de la gran perturbación que agitaba a todas las clases sociales.
                        Un día, con mucho candor, y con gran sencillez me dijo que si fuera necesario derramar la sangre por la Iglesia, estaba dispuesto a hacerlo con ánimo no sólo resignado, sino gozoso, no temiendo nada para sí mismo y con la seguridad de que la Providencia de Dios salvaría a los miembros de su Institución. Estas expresiones sencillas, sinceras, manifestación de un profundo convencimiento, me admiraron tanto que cuando llegó a Italia la noticia de su muerte atroz, no tardé en decir a mis amigos y conocidos que, salvo el juicio de la Iglesia, podía ser considerado mártir. La narración de los sufrimientos padecidos y del modo como fue ejecutado me pareció una consecuencia lógica de su estado de ánimo”.

            El 27 de julio de 1936, cuando acababa de celebrar la santa Misa, fue detenido en su casa de la calle de La Alameda de Madrid. No ocultó su identidad ante quienes fueron a buscarlo: “Soy sacerdote de Jesucristo”, afirmó sin titubear. Unas horas después, al ser separado de su hermano, que voluntariamente le había acompañado, le dijo despidiéndose de él: Serenidad, Carlos, se ve que el Señor, que me ha querido fundador, me quiere también mártir. Y no se supo más con certeza de él.
            A la mañana siguiente, una profesora y una joven doctora de la Institución Teresiana encontraron su cadáver, con signos recientes de haber recibido disparos de bala, junto a la capilla del cementerio de Nuestra Señora de La Almudena de Madrid. Sobre su pecho aparecía, atravesado por el proyectil y empapado en sangre, el escapulario de la Virgen del Carmen. Tenía sesenta y un años de edad. Trasladaron su cadáver al cementerio de la sacramental de San Lorenzo, donde recibió sepultura el día 29, junto a su madre que, tras largos años de vivir con él, había fallecido el año anterior.
            También una joven maestra perteneciente a la Institución Teresiana, la Beata Victoria Díez y Bustos de Molina, sufrió el martirio en Hornachuelos (Córdoba) pocos días después, el 12 agosto del mismo año 1936.

            La gran fama de santidad gozada por don Pedro Poveda ya en vida y después de la muerte, que se consideró desde el principio verdadero martirio, indujo a la Institución Teresiana a solicitar la instrucción de su Causa de canonización por esta vía en 1955. Concluidos todos los procesos, incluido el de práctica heroica de la virtud, que también se realizó, fue beatificado por el Papa Juan Pablo II en Roma el día 10 de octubre de 1993 por sus virtudes y su martirio. Diez años después, el 4 de mayo de 2003, como ya hemos indicado, ha sido canonizado en Madrid, durante la V visita apostólica del Papa Juan Pablo II a España. Sus venerados restos se encuentran en la Casa de Espiritualidad “Santa María”, de la Institución Teresiana, en Los Negrales (Madrid).

San Pedro Poveda (Sexta parte "La Encarnación del Verbo como llamada a la santidad")


                          
La Encarnación del Verbo como llamada a la santidad
              La más genuina formulación del carisma que sustenta la Institución Teresiana, del don de Dios para la Iglesia y para el mundo recibido por quien desde muy pronto se definió a sí mismo como “instrumento” en manos del Señor, está condensada en este breve texto, tempranamente redactado por san Pedro Poveda:

            “La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano, con el humanismo verdad”.

            Corresponde a la parte final, conclusiva, de un breve escrito de 1915, hecho público en el Boletín de las Academias Teresianas de 15 de octubre de 1916 que, refiriéndose a Santa Teresa de Jesús, se proponía explicar el “carácter eminentemente humano”  de “aquella vida toda de Dios”.
            Esta rotunda y contundente llamada a la santidad, fruto de haber entendido bien el misterio de la Encarnación del Verbo, que percibe, por tanto, en la persona de Cristo la clave de una vida plenamente humana y toda de Dios, constituye el núcleo de la espiritualidad del sacerdote Pedro Poveda y del carisma de la asociación de fieles laicos fundada por él, que es la Institución Teresiana. Lo demás, es desarrollo y explicitación de este pensamiento primero, fundamental, básico, que presenta, también desde el principio, un subrayado esencial. “Fe y ciencia”, o “espíritu y ciencia”, “oración y estudio”, “profesorado virtuoso y sabio”, “piedad y cultura”…, son algunas de las variantes del repetido binomio Povedano, cuyos términos se reclaman entre sí, definido por él como “forma sustancial”, “dogma” o voluntad fundacional de su Institución Teresiana.
            Estaba convencido de que los cristianos, llamados a la santidad en su compromiso con la fe y la cultura, podían y debían aportar a la sociedad pluralista contemporánea valores y orientaciones para la construcción de un mundo más humano, más justo y solidario. Si proporcionó a los habitantes de las cuevas de Guadix los mejores métodos pedagógicos del momento, era porque en su modo primero y permanente de entender la conjunción fe-ciencia subyacía un sentido de comunión, de solidaridad y de justicia que obliga a dar lo mejor al más necesitado de ello, y que es capaz encauzar los esfuerzos comunes hacia un futuro más acorde con la verdadera voluntad del Señor. Por eso, el estilo de esta espiritualidad se caracteriza por la sencillez, la alegría, la mansedumbre, la responsabilidad en el trabajo, la capacidad de colaborar y la constante exigencia en el estudio. Y tiene como meta la más auténtica santidad.
            Convencido de que es obligación ineludible del creyente cumplir con el propio deber, y más cuando goza de una preparación a la que no todos han tenido acceso, o entraña una seria responsabilidad respecto a los otros, escribía en 1930 a las universitarias:

                “Si sois mujeres de fe estimaréis como deber primordial el cumplimiento de vuestras obligaciones y una de ellas, y sacratísima por cierto, es el estudio, el trabajo, el asiduo trabajo para capacitaros y ostentar dignamente un título que, si os da acceso a puestos sociales de importancia y honor, os obliga a adquirir el bagaje científico necesario para desempeñarlos dignamente y para no engañar a la sociedad que, si os otorga esos puestos, es porque os supone preparadas para desempeñarlos”.

            Los numerosos escritos dedicados a la Institución Teresiana por su fundador trazan, pues, un itinerario que tiene como eje un profundo cristocentrismo ─ “la Encarnación bien entendida” ─, requiere la vida en el Espíritu, considera esencial la sólida devoción mariana y el profundo sentido de Iglesia, y hace de la educación y la cultura un verdadero signo del Reino de Dios. Una auténtica vida cristiana, en suma, con los subrayados de un carisma que tiene una responsabilidad específica en la Iglesia y en la sociedad.
            En lo que respecta a su propia persona, su espiritualidad como sacerdote tuvo siempre como centro una profunda vida eucarística, de la cual brotaba su intensa actividad apostólica. La intimidad y la identificación con Cristo crucificado, su heroica caridad con todos, la profundísima humildad y la auténtica mansedumbre son los rasgos que más caracterizaron a este inconfundible hombre de Dios.
            Y, como síntesis o consolidada actitud en él y propuesta a los demás, la importancia del buen obrar, del elocuente testimonio de los hechos, de las realidades. De 1935, un años antes de sus muerte, son estas afirmaciones, expresadas desde el principio de modos muy diversos:


                “La verdad está en los hechos, no en las palabras, como decía San Juan con esta frase: Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y con las palabras, sino con las obras, porque éste es el verdadero amor. Las obras, sí; ellas son las que dan testimonio de nosotros y las que dicen con elocuencia incomparable lo que somos”.