Vistas de página en total

lunes, 3 de marzo de 2014

San Pedro Poveda (Sexta parte "La Encarnación del Verbo como llamada a la santidad")


                          
La Encarnación del Verbo como llamada a la santidad
              La más genuina formulación del carisma que sustenta la Institución Teresiana, del don de Dios para la Iglesia y para el mundo recibido por quien desde muy pronto se definió a sí mismo como “instrumento” en manos del Señor, está condensada en este breve texto, tempranamente redactado por san Pedro Poveda:

            “La Encarnación bien entendida, la persona de Cristo, su naturaleza y su vida dan, para quien lo entiende, la norma segura para llegar a ser santo con la santidad más verdadera, siendo al propio tiempo humano, con el humanismo verdad”.

            Corresponde a la parte final, conclusiva, de un breve escrito de 1915, hecho público en el Boletín de las Academias Teresianas de 15 de octubre de 1916 que, refiriéndose a Santa Teresa de Jesús, se proponía explicar el “carácter eminentemente humano”  de “aquella vida toda de Dios”.
            Esta rotunda y contundente llamada a la santidad, fruto de haber entendido bien el misterio de la Encarnación del Verbo, que percibe, por tanto, en la persona de Cristo la clave de una vida plenamente humana y toda de Dios, constituye el núcleo de la espiritualidad del sacerdote Pedro Poveda y del carisma de la asociación de fieles laicos fundada por él, que es la Institución Teresiana. Lo demás, es desarrollo y explicitación de este pensamiento primero, fundamental, básico, que presenta, también desde el principio, un subrayado esencial. “Fe y ciencia”, o “espíritu y ciencia”, “oración y estudio”, “profesorado virtuoso y sabio”, “piedad y cultura”…, son algunas de las variantes del repetido binomio Povedano, cuyos términos se reclaman entre sí, definido por él como “forma sustancial”, “dogma” o voluntad fundacional de su Institución Teresiana.
            Estaba convencido de que los cristianos, llamados a la santidad en su compromiso con la fe y la cultura, podían y debían aportar a la sociedad pluralista contemporánea valores y orientaciones para la construcción de un mundo más humano, más justo y solidario. Si proporcionó a los habitantes de las cuevas de Guadix los mejores métodos pedagógicos del momento, era porque en su modo primero y permanente de entender la conjunción fe-ciencia subyacía un sentido de comunión, de solidaridad y de justicia que obliga a dar lo mejor al más necesitado de ello, y que es capaz encauzar los esfuerzos comunes hacia un futuro más acorde con la verdadera voluntad del Señor. Por eso, el estilo de esta espiritualidad se caracteriza por la sencillez, la alegría, la mansedumbre, la responsabilidad en el trabajo, la capacidad de colaborar y la constante exigencia en el estudio. Y tiene como meta la más auténtica santidad.
            Convencido de que es obligación ineludible del creyente cumplir con el propio deber, y más cuando goza de una preparación a la que no todos han tenido acceso, o entraña una seria responsabilidad respecto a los otros, escribía en 1930 a las universitarias:

                “Si sois mujeres de fe estimaréis como deber primordial el cumplimiento de vuestras obligaciones y una de ellas, y sacratísima por cierto, es el estudio, el trabajo, el asiduo trabajo para capacitaros y ostentar dignamente un título que, si os da acceso a puestos sociales de importancia y honor, os obliga a adquirir el bagaje científico necesario para desempeñarlos dignamente y para no engañar a la sociedad que, si os otorga esos puestos, es porque os supone preparadas para desempeñarlos”.

            Los numerosos escritos dedicados a la Institución Teresiana por su fundador trazan, pues, un itinerario que tiene como eje un profundo cristocentrismo ─ “la Encarnación bien entendida” ─, requiere la vida en el Espíritu, considera esencial la sólida devoción mariana y el profundo sentido de Iglesia, y hace de la educación y la cultura un verdadero signo del Reino de Dios. Una auténtica vida cristiana, en suma, con los subrayados de un carisma que tiene una responsabilidad específica en la Iglesia y en la sociedad.
            En lo que respecta a su propia persona, su espiritualidad como sacerdote tuvo siempre como centro una profunda vida eucarística, de la cual brotaba su intensa actividad apostólica. La intimidad y la identificación con Cristo crucificado, su heroica caridad con todos, la profundísima humildad y la auténtica mansedumbre son los rasgos que más caracterizaron a este inconfundible hombre de Dios.
            Y, como síntesis o consolidada actitud en él y propuesta a los demás, la importancia del buen obrar, del elocuente testimonio de los hechos, de las realidades. De 1935, un años antes de sus muerte, son estas afirmaciones, expresadas desde el principio de modos muy diversos:


                “La verdad está en los hechos, no en las palabras, como decía San Juan con esta frase: Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y con las palabras, sino con las obras, porque éste es el verdadero amor. Las obras, sí; ellas son las que dan testimonio de nosotros y las que dicen con elocuencia incomparable lo que somos”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario