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martes, 4 de marzo de 2014

San Pedro Poveda (Novena- y última- parte "Signos antiguos y nuevos para la Iglesia de hoy" y Bibliografía)

Signos antiguos y nuevos  para la Iglesia de hoy

        La memoria de San Pedro Poveda ha quedado, sobre todo, unida a la fama de su santidad de vida, a la novedad de haber dado un decisivo y concreto estímulo a la misión de los fieles laicos en la Iglesia y en mundo, a su cualificada contribución a la espiritualidad y a la educación, y a la posibilidad de generar proyectos apostólicos dinámicos, capaces de responder desde el propio carisma a las demandas de cada circunstancia, tiempo y lugar.
            La Institución Teresiana fundada por San Pedro Poveda, que continúa siendo una Asociación de fieles laicos, de derecho pontificio, presente hoy en un buen número de países de cuatro continentes, ofrece una posibilidad de formación sólida para vivir a fondo las exigencias del bautismo, incluso en entrega total a Jesucristo, y para realizar una misión como Iglesia al servicio del Reino de Dios. Pretende la promoción humana y la transformación social mediante la educación y la cultura y, del mismo modo que las primeras comunidades de seguidores de Jesús, sus miembros iluminan su vida con la Palabra de Dios, la alimentan con la Eucaristía, viven el amor fraterno y hacen del compartir solidario una norma de vida.
            Se han cumplido ya los cien años de cuando el joven sacerdote Pedro Poveda comenzaba su acción evangelizadora en las cuevas de Guadix. Entonces, “lo primero que hicimos fue instalar el Santísimo Sacramento en nuestra ermita”, según escribía en 1904, porque “el fundamento de todo progreso moral y material es Jesucristo”. Y después, en cabal coherencia con la vocación recibida ante la Virgen de Gracia de aquella Ermita Nueva, afirmaba con vigor a los miembros de la Institución Teresiana fundada por él:

                “Nadie, por más autoridad que tenga, por más ilustrado que sea, por más virtud de que esté adornado, nadie puede ni podrá jamás poner otro cimiento que el puesto desde el principio, que es Cristo. Esta es nuestra Obra, esta es la doctrina que hemos profesado, y bajo ningún pretexto debemos admitir elementos humanos en lo que en Cristo, por Cristo y para Cristo se fundó”.

            Nos encontramos en el entorno del centenario de la fundación de la Institución Teresiana. Cuando en 1974 se cumplían los cien años del nacimiento de san Pedro Poveda, la UNESCO lo presentó al mundo en su calendario bienal sobre la celebración de aniversarios de “personajes ilustres en el campo de la educación, la ciencia y la cultura que han influido profundamente en el desarrollo de la sociedad humana y de la cultura mundial”, como “Pedagogo y humanista español”. A la vez, en la plaza mayor de Linares, sus paisanos le estaban dedicando un monumento con una lápida en la que escribieron la mejor síntesis de su biografía: “Al hombre bueno, al fundador, su pueblo agradecido”.
            Este hombre bueno, este fundador, este pedagogo y humanista, dejó muy claramente escrito a su fundación en 1929 en qué consiste la mayor bondad, la mejor pedagogía y el más pleno humanismo:

            “Porque tengo el convencimiento de que todo es obra de Dios y de que el camino que Dios traza a la Institución es este, quisiera inculcar de tal modo estas verdades en el ánimo [de los miembros de esta Obra] que ni ahora ni nunca se les ocurriera pensar en la práctica de medios humanos, ni desear otros que la oración y la mortificación, ni poner su confianza en nada humano, sino en la misericordia del Señor.
                Quizá se me diga: ¿pero a qué viene esto? Responderé que si al presente no se os ocurre pensar de manera distinta, podría acontecer que, pasando el tiempo, os olvidarais de estas verdades y llegarais a pensar que es cosa humana lo que es obra de Dios”.
               
            A los sacerdotes, a quienes, como él, han sido llamados a una particular configuración con Jesucristo, el único mediador, San Pedro Poveda continúa ofreciéndoles el testimonio de su propia actitud, expresada en un apunte personal de 1933:

            Señor, que yo piense lo que tú quieres que piense; que yo quiera lo que tú quieres que quiera; que yo hable lo que tú quieres que hable; que yo obre como tú quieres que obre. Esta es mi única aspiración”.

            O dicho, en múltiples ocasiones, de modo más breve: “Cada día deseo más cumplir la voluntad del Señor en todo”; “Cúmplase en mi tu Voluntad siempre y en todas las cosas”; “Todas mis oraciones se encaminan al ‘doce me facere voluntatem tuam’ (enséñame a hacer tu voluntad)”.

            La Eucaristía constituía, como no podía ser de otra manera, el auténtico centro de su vida sacerdotal, por lo que abundan en sus escritos súplicas como estas:

                        “Señor, que cada día celebre mejor el Santo Sacrificio”.

                “Hace 36 años que recibí la ordenación de Presbítero. ¿Cuántos más viviré? Sólo Dios lo sabe. A Él pido la gracia de no dejar de celebrar con fervor ni un solo día la Santa Misa”.

            En 1933, cuando formula esta oración, no le quedaban muchos años de vida, pero en ellos se cumplió cabalmente lo que había constituido para él una actitud invariablemente mantenida, porque el sacerdote es un hombre de Dios para los demás:

                “Hay que hacerse todo para todos, a fin de ganarlos a todos para Cristo. Si hay que velar, se vela; si hay que sufrir, se sufre; si hay que humillarse, se humilla; si hay que pedir limosna, se pide; si hay que enfermar, se enferma; si hay que morir, se muere”.                                              

            A los educadores, a los profesores, a los maestros, a quienes habían constituido el centro de sus proyectos y actividad, les repetía estas o parecidas palabras: “Yo os pido un sistema nuevo; un nuevo método; unos procedimientos tan nuevos como antiguos inspirados en el amor”. Y también, ya al final de su vida, en 1935:

                “Con dulzura se educa, con dulzura se enseña, con dulzura se consigue la enmienda, con dulzura se evitan muchos pecados, con dulzura se gobierna bien, con dulzura se hace todo lo bueno”.

            Esta es la clave de más genuina pedagogía Povedana, el único método que él quiso y supo ofrecer, y que planteó desde el comienzo ─1912─ en términos como estos:

                “Ha de procurarse que cada discípulo dé de sí todo lo bueno que puede dar, y no es fácil conseguirlo sin darle expansión. Para educar hay que conocer a la persona que se educa; sin este conocimiento, los medios más excelentes serán infructuosos”.  

            San Pedro Poveda, educador convencido y eficaz, con un tino muy certero para orientar, prudentemente audaz, amable y cercano, confió siempre en los jóvenes.

                “¿Quiénes son los más valientes, intrépidos, temerarios, arriesgados? Los jóvenes. ¿Quiénes son los que tienen ideales, los que se olvidan de sí? Los jóvenes. Me preguntaréis ahora qué podéis hacer. ¡Oh juventud, arma poderosa, brazo casi omnipotente, fuerza del mundo! Sea vuestra primera meditación ésta. Somos jóvenes: todo lo podemos. Somos de Dios: todo lo bueno podemos”.

            Escribía estas palabras en 1933, casi al final de su vida, sintetizando toda una trayectoria en la que la juventud había ocupado siempre su afecto y actividad.

            “Creer bien y enmudecer no es posible. Creí, por esto hablé. Es decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso hablo. Los que pretenden armonizar el silencio reprobable con la fe sincera pretenden un imposible”, advertía en 1920 a todos los que se consideraban seguidores de Cristo Jesús. Y añadía: “Los verdaderos creyentes hablan para confesar la verdad que profesan, cuando deben, como deben, ante quienes deben y para decir lo que deben”. De este modo:

                “Seriamente, sin provocacio­nes, pero sin cobardías; sin petulancias, pero sin pusilanimidad; con caridad, pero sin adulacio­nes; con respeto, pero sin timidez; sin ira, pero con dignidad; sin terquedad, pero con firmeza; con valor, pero sin ser temerarios”.

            Podía expresarse así porque ésta había sido, y estaba siendo, su propia experiencia personal. Se refería a una manifestación de la propia fe que en muchas ocasiones deberá ser con palabras y hechos, y siempre, como el sarmiento que está unido a la vid, dejando brotar la vida que circula en su interior. Como aseguraba en 1925:

                “Los hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles. No se distinguen porque sean brillantes, ni porque deslumbren, ni por su fortaleza humana, sino por los frutos santos, por aquello que sentían los apóstoles en el camino de Emaús cuando iban en compañía de Cristo resucitado, a quien no conocían, pero sentían los efectos de su presencia”.

            Lo mismo podría decirnos a los cristianos de hoy. 

 BIBLIOGRAFÍA
DA
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M.E. González Rodríguez, (ed.) San Pedro Poveda Castroverde. Canonización. Madrid, 4 de mayo de 2003, Madrid 2005.

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