Signos antiguos y nuevos para la Iglesia de hoy
La memoria de San Pedro Poveda ha
quedado, sobre todo, unida a la fama de su santidad de vida, a la novedad de haber
dado un decisivo y concreto estímulo a la misión de los fieles laicos en la
Iglesia y en mundo, a su cualificada contribución a la espiritualidad y a la
educación, y a la posibilidad de generar proyectos apostólicos dinámicos,
capaces de responder desde el propio carisma a las demandas de cada
circunstancia, tiempo y lugar.
La
Institución Teresiana fundada por San Pedro Poveda, que continúa siendo una
Asociación de fieles laicos, de derecho pontificio, presente hoy en un buen
número de países de cuatro continentes, ofrece una posibilidad de formación
sólida para vivir a fondo las exigencias del bautismo, incluso en entrega total
a Jesucristo, y para realizar una misión como Iglesia al servicio del Reino de
Dios. Pretende la promoción humana y la
transformación social mediante la educación y la cultura y, del mismo modo que
las primeras comunidades de seguidores de Jesús, sus miembros iluminan su vida
con la Palabra de Dios, la alimentan con la Eucaristía, viven el amor fraterno
y hacen del compartir solidario una norma de vida.
Se han
cumplido ya los cien años de cuando el joven sacerdote Pedro Poveda comenzaba
su acción evangelizadora en las cuevas de Guadix. Entonces, “lo primero que
hicimos fue instalar el Santísimo Sacramento en nuestra ermita”, según escribía
en 1904, porque “el fundamento de todo progreso moral y material es Jesucristo”.
Y después, en cabal coherencia con la vocación recibida ante la Virgen de
Gracia de aquella Ermita Nueva, afirmaba con vigor a los miembros de la
Institución Teresiana fundada por él:
“Nadie,
por más autoridad que tenga, por más ilustrado que sea, por más virtud de que
esté adornado, nadie puede ni podrá jamás poner otro cimiento que el puesto
desde el principio, que es Cristo. Esta es nuestra Obra, esta es la
doctrina que hemos profesado, y bajo ningún pretexto debemos admitir elementos
humanos en lo que en Cristo, por Cristo y para Cristo se fundó”.
Nos encontramos en el entorno del centenario de la
fundación de la Institución Teresiana. Cuando en 1974 se cumplían los cien años
del nacimiento de san Pedro Poveda, la UNESCO lo presentó al mundo en su
calendario bienal sobre la celebración de aniversarios de “personajes ilustres
en el campo de la educación, la ciencia y la cultura que han influido profundamente
en el desarrollo de la sociedad humana y de la cultura mundial”, como “Pedagogo
y humanista español”. A la vez, en la plaza mayor de Linares, sus paisanos le
estaban dedicando un monumento con una lápida en la que escribieron la mejor
síntesis de su biografía: “Al hombre bueno, al fundador, su pueblo agradecido”.
Este
hombre bueno, este fundador, este pedagogo y humanista, dejó muy claramente
escrito a su fundación en 1929 en qué consiste la mayor bondad, la mejor
pedagogía y el más pleno humanismo:
“Porque
tengo el convencimiento de que todo es obra de Dios y de que el camino que Dios
traza a la Institución es este, quisiera inculcar de tal modo estas verdades en
el ánimo [de los miembros de esta Obra] que ni ahora ni nunca se les ocurriera
pensar en la práctica de medios humanos, ni desear otros que la oración y la
mortificación, ni poner su confianza en nada humano, sino en la misericordia
del Señor.
Quizá se me diga: ¿pero a qué
viene esto? Responderé que si al presente no se os ocurre pensar de manera
distinta, podría acontecer que, pasando el tiempo, os olvidarais de estas
verdades y llegarais a pensar que es cosa humana lo que es obra de Dios”.
A los sacerdotes, a quienes, como él, han sido
llamados a una particular configuración con Jesucristo, el único mediador, San
Pedro Poveda continúa ofreciéndoles el testimonio de su propia actitud,
expresada en un apunte personal de 1933:
“Señor, que yo piense lo que tú quieres que piense; que
yo quiera lo que tú quieres que quiera; que yo hable lo que tú quieres que
hable; que yo obre como tú quieres que obre. Esta es mi
única aspiración”.
O
dicho, en múltiples ocasiones, de modo más breve: “Cada día deseo más cumplir
la voluntad del Señor en todo”; “Cúmplase en mi tu Voluntad siempre y en todas
las cosas”; “Todas mis oraciones se encaminan al ‘doce me facere voluntatem tuam’ (enséñame a
hacer tu voluntad)”.
La
Eucaristía constituía, como no podía ser de otra manera, el auténtico centro de
su vida sacerdotal, por lo que abundan en sus escritos súplicas como estas:
“Señor, que cada día celebre mejor
el Santo Sacrificio”.
“Hace
36 años que recibí la ordenación de Presbítero. ¿Cuántos más
viviré? Sólo Dios lo sabe. A Él pido la gracia de no dejar de celebrar con fervor ni un solo día la Santa
Misa”.
En
1933, cuando formula esta oración, no le quedaban muchos años de vida, pero en
ellos se cumplió cabalmente lo que había constituido para él una actitud
invariablemente mantenida, porque el sacerdote es un hombre de Dios para los
demás:
“Hay
que hacerse todo para todos, a fin de ganarlos a todos para Cristo. Si hay que velar, se vela; si hay que sufrir, se sufre; si hay que
humillarse, se humilla; si hay que pedir limosna, se pide; si hay que enfermar,
se enferma; si hay que morir, se muere”.
A los
educadores, a los profesores, a los maestros, a quienes habían constituido el
centro de sus proyectos y actividad, les repetía estas o parecidas palabras:
“Yo os pido un sistema nuevo; un nuevo método; unos procedimientos tan nuevos
como antiguos inspirados en el amor”. Y también, ya al final de su vida, en
1935:
“Con
dulzura se educa, con dulzura se enseña, con dulzura se consigue la enmienda,
con dulzura se evitan muchos pecados, con dulzura se gobierna bien, con dulzura
se hace todo lo bueno”.
Esta
es la clave de más genuina pedagogía Povedana, el único método que él quiso y
supo ofrecer, y que planteó desde el comienzo ─1912─ en términos como estos:
“Ha de procurarse que cada discípulo
dé de sí todo lo bueno que puede dar, y no es fácil conseguirlo sin darle
expansión. Para educar hay que conocer a la persona que se
educa; sin este conocimiento, los medios más excelentes serán
infructuosos”.
San Pedro
Poveda, educador convencido y eficaz, con un tino muy certero para orientar,
prudentemente audaz, amable y cercano, confió siempre en los jóvenes.
“¿Quiénes son los más valientes,
intrépidos, temerarios, arriesgados? Los
jóvenes. ¿Quiénes son los que tienen ideales, los que se olvidan de sí? Los
jóvenes. Me preguntaréis ahora qué podéis hacer. ¡Oh juventud, arma poderosa,
brazo casi omnipotente, fuerza del mundo! Sea vuestra primera meditación ésta.
Somos jóvenes: todo lo podemos. Somos de Dios: todo lo bueno podemos”.
Escribía
estas palabras en 1933, casi al final de su vida, sintetizando toda una
trayectoria en la que la juventud había ocupado siempre su afecto y actividad.
“Creer bien y enmudecer no es posible. Creí, por esto
hablé. Es
decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso
hablo. Los que pretenden armonizar el silencio reprobable con la fe sincera
pretenden un imposible”, advertía en 1920 a
todos los que se consideraban seguidores de Cristo Jesús. Y añadía: “Los verdaderos creyentes
hablan para confesar la verdad que profesan, cuando deben, como deben, ante
quienes deben y para decir lo que deben”. De este
modo:
“Seriamente, sin provocaciones,
pero sin cobardías; sin petulancias, pero sin pusilanimidad; con caridad, pero
sin adulaciones; con respeto, pero sin timidez; sin ira, pero con dignidad;
sin terquedad, pero con firmeza; con valor, pero sin ser temerarios”.
Podía
expresarse así porque ésta había sido, y estaba siendo, su propia experiencia
personal. Se refería a una manifestación de la propia fe que en muchas
ocasiones deberá ser con palabras y hechos, y siempre, como el sarmiento que
está unido a la vid, dejando brotar la vida que circula en su interior. Como
aseguraba en 1925:
“Los
hombres y las mujeres de Dios son inconfundibles. No se
distinguen porque sean brillantes, ni porque deslumbren, ni por su fortaleza
humana, sino por los frutos santos, por aquello que sentían los apóstoles en el
camino de Emaús cuando iban en compañía de Cristo resucitado, a quien no
conocían, pero sentían los efectos de su presencia”.
Lo mismo
podría decirnos a los cristianos de hoy.
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DA
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