Una Obra de Iglesia abierta al futuro.
Intensa actividad apostólica
En 1921 don
Pedro Poveda fijó su residencia en Madrid, por haber sido nombrado uno de los
seis capellanes de la real capilla. En esta ciudad desempeñó diversos encargos,
entre ellos el de formar parte, en 1922, de la recién creada Comisión Central
contra el Analfabetismo. En este mismo año fue nombrado Arcipreste de Vic
(Barcelona), y enseguida de El Burgo de Osma (Soria), por permuta de su cargo
en la catedral de Jaén, con dispensa de residencia para poder atender a los
servicios que le habían sido solicitados en Madrid.
Buena
parte de su actividad en la Capital consistió en consolidar la Obra Teresiana,
que continuaba extendiéndose. En 1919 María Josefa Segovia había sido nombrada
por él primera directora general y, en esos años, quedó definitivamente
configurada en sus fines y en su compleja organización, que articula, en una
sola Institución, un núcleo de mujeres
plenamente comprometidas con la Obra y su misión en entrega total a Jesucristo,
y diversas asociaciones cooperadoras. La finalidad educativa y cultural
tiene como base la especial atención a la formación cristiana, humana y
profesional de todos los miembros y, como característica principal, la
presencia en puestos que permiten la relación de y con todos los grupos
sociales, como son los de carácter público.
Alcanzado
un considerable desarrollo geográfico y organizativo, bien precisado el
espíritu que había de animarla y los modos y formas de realizar la misión, a
instancias del Nuncio de Su Santidad en España, la Asociación de Fieles
“Institución Teresiana”, fue presentada a Roma por algunos de sus miembros en
solicitud de aprobación pontificia. La obtuvo a perpetuidad mediante el Breve Inter frugiferas, del Papa Pío XI,
el 11 de enero de 1924. Se daba así estabilidad a un nuevo carisma en la
Iglesia y en el mundo, que requería a los fieles laicos un exigente compromiso de
vida evangélica y una peculiar responsabilidad en algunos aspectos concretos de
la misión eclesial, carisma iniciador de un camino que luego se ha hecho más
amplio y común.
Pedagogo de
la vida cristiana y de las relaciones entre la fe y la ciencia, hombre de
profunda oración y solidario con los más necesitados, el Padre Poveda estaba
convencido de que los cristianos debían aportar su esfuerzo para la
construcción de un mundo más fraterno para todos, según el plan de Dios, por lo
que, ratificado el carisma de la Institución Teresiana con la reciente
aprobación del Papa, a través de esta Obra y de otras actividades se lanzó aún
más decididamente a promover la presencia de hombres y mujeres de fe en los
distintos ámbitos culturales y de la sociedad.
Continuó
poniendo creciente empeño en
alentar proyectos de carácter educativo. Así, en 1925 contribuyó a realizar y apoyó un plan de la Escuela de Estudios
Superiores del Magisterio en favor de los maestros de las escuelas rurales de
las zonas más desfavorecidas; en 1926
atendió el ruego del Obispo de Madrid-Alcalá de fundar una Academia para
maestros, base de la Institución del Divino Maestro, que reunía
a educadores varones; en estas mismas fechas, alentados por la Institución
Teresiana, inició programas de avanzada en favor de la
mujer campesina y en 1927 formalizó la creación del Instituto Católico
Femenino de Madrid, ensayado desde 1923, primer centro de Enseñanza Media de
iniciativa privada con estudios de validez oficial, con el que se proponía
facilitar el acceso de la mujer a la Universidad. En 1928 y 1930 favoreció la presencia de maestras de la Institución Teresiana
en las campañas misionales para los emigrantes en el sur de Francia promovidas
por el episcopado español; en 1929, junto con los PP. Enrique Herrera Oria, SJ,
y Domingo Lázaro, SM, fundó la F.A.E. (Federación de Amigos de la Enseñanza),
con el propósito de alentar a personas, grupos y asociaciones comprometidas en
el ámbito educativo, y formó parte de la primera Junta de gobierno y del
Consejo de Redacción de su revista, Atenas.
Por estas mismas fechas, difundió la encíclica de Pío XI Divini illius Magistri (1929), sobre la cristiana educación de la
juventud,
Trabajó también, y muy activamente, con la Acción
Católica. En este mismo año 1929 el Obispo de Madrid-Alcalá y el Cardenal
Primado le encargaron la organización de las Estudiantes Universitarias
Católicas, para las que abrió una sede en Madrid, animada por miembros de la
Institución Teresiana. También en 1929 participó en el I Congreso Nacional de
la Acción Católica como Consiliario de la Asociación de Padres de Familia, y en
1930 en la I Asamblea de la Acción Católica Nacional, como Presidente de las
Juventudes y Estudiantes. En 1930 fue invitado por la Junta Central de Acción
Católica a formar parte de una comisión encargada de estudiar un proyecto de
Universidad Católica para España, como existían en otros países europeos,
comprometiéndose en el plan para la Facultad de Pedagogía de dicha Universidad.
En estos años, cuando la mujer se iba
incorporando a las tareas de la sociedad contemporánea, la Institución
Teresiana, en progresivo desarrollo, suponía no solo un movimiento de avanzada,
sino que estaba siendo capaz de diseñar programas de acción y de ofrecer
recursos formativos capaces de dar respuesta a los nuevos retos del cambiante
contexto.
Atento como siempre al ámbito de la
educación y la cultura, al percibir el considerable aumento del número de
estudiantes universitarios en la tercera década del siglo XX, don Pedro Poveda
se interesó activamente por ese sector. Además de asumir la aludida
organización de las Estudiantes universitarias de la Acción Católica, y potenciar
el recién creado el Instituto Católico Femenino, abrió nuevas residencias de la Institución Teresiana para la mujer que
acudía a la Universidad y, en los años difíciles de la II República, ideó
medios para mantener Asociaciones de estudiantes y licenciadas jóvenes, como la
Liga Femenina de Orientación y Cultura.
Convencido de que la piedad y la
cultura estaban llamadas a convivir en buena armonía en la mente y el corazón
de los creyentes, y que la fe no ponía en conflicto la dedicación a los más
altos estudios, como algunos no cesaban de afirmar, de este modo se dirigía a
las universitarias en 1930, expresándoles lo más genuino del carisma de la
Institución Teresiana:
“En nuestro programa, después de
la fe, mejor dicho, con la fe, ponemos la ciencia. Somos hijos del Dios de las Ciencias, de quien dice la Sagrada
Escritura: ‘Deus
Scientiarum, Dominus est’. El
autor de la fe y de la ciencia es uno mismo, Dios, y el sujeto de la fe y de la
ciencia, la criatura humana. Así como os
decía el otro día que seáis mujeres de mucha fe, de fe viva, de fe sentida, y
que nunca digáis: no más fe, así os digo hoy: desead la ciencia, trabajad por
conseguirla y no os canséis nunca, ni digáis jamás: no más ciencia. La mucha
ciencia lleva a Dios, la poca nos separa de Él”.
O dicho de otro modo, en 1932: “Hay que demostrar con los
hechos que la ciencia hermana bien con la santidad de vida”.
Pero una
fe y una ciencia cuyo fin no es cualificar a quien las posee, sino ser
verdadero y humilde signo del Reino de Dios. También de
estas fechas, y dirigida a los mismos destinatarios, es esta otra afirmación
muy suya, que repite y subraya en el folleto Hablemos de las alumnas, publicado
en 1933:
“Juzgo como un error el afán desmedido de rodear a la
joven estudiante de todo género de comodidades y de aislarla de todo contacto
con la humanidad pobre y necesitada para evitarle sufrimientos y disgustos. ¿Para qué servirá después una joven así educada? ¿Qué papel hará en la
sociedad, qué remediará con su ciencia?”.
No era
fácil la propuesta, y menos para los que, con la mejor intención, pensaban que
los estudios superiores podían incluso ser perjudiciales para las jóvenes
estudiantes. O que poseer un título académico superior significaba colocarse
por encima de los demás. Suenan casi a justificación las palabras de don Pedro
en 1927, apoyando el programa del Instituto Católico Femenino: “que educar a la
mujer, aunque sea para la universidad, no es deformarla, sino perfeccionarla”.
Era bien consciente de la dificultad, no sólo ambiental o de contexto, sino
porque intentaba relacionar términos que podían parecer antinómicos, aunque,
adecuadamente relacionados, llegaran a reclamarse entre sí.
Se trataba, en realidad, de un nuevo carisma
en la Iglesia y para el mundo, que entrañaba en sí no sólo la articulación
fe-ciencia o piedad-estudio, sino la mayor exigencia de vida cristiana en los
miembros de una Institución aprobada por el Papa con la sencilla forma jurídica
de una “Pía Unión” de fieles laicos. Escribía en 1929:
“Hemos inaugurado un camino
nuevo en el Derecho Canónico y hemos dado la pauta para otras obras, pero
¿habremos dado el ejemplo de virtud, de perfección? [...]. Para la Obra grande
que realizamos, esta Obra audaz, atrevidísima, si vale la frase ─casi temeraria─,
se necesita extraordinaria vocación, santa chifladura de perfección, prurito de
exquisitez espiritual, temple de mártir, celo de apóstol, monomanía de ciencia,
obsesión de edificación”.
Aún
sin formar parte de los organismos directivos de la Institución Teresiana, en
los últimos años de su vida se dedicó intensamente, como fundador, a abrir
nuevos campos a los diferentes aspectos de su misión, a impulsar decididamente
esta Obra que, como decimos, estaba aportando a la Iglesia un carisma muy nuevo
y eficaz, y a tomar las adecuadas previsiones para impedir que el paso del
tiempo, o diferentes circunstancias, la pudieran desidentificar. “La Obra ha de ser ahora y siempre como se
pensó en un principio ─decía─. Santidad más que nunca; virtudes sólidas a costa
de la vida”. Y se reafirmaba en lo expresado poco después de la
aprobación pontificia de la Institución Teresiana: “Pía Unión Primaria. Una
mínima asociación en el orden canónico, pero ¡cuán grande es su misión! ¡cuánta santidad se les pide! ¡qué Madre ─Santa
Teresa─ tan excelsa tienen!”.
Con
clara conciencia de la identidad y de la universalidad de este carisma, alentó
también la expansión geográfica de la Obra, intensificando la relación con
diversas organizaciones internacionales, e iniciando la presencia de la
Institución Teresiana fuera de España: en 1928 en Santiago de Chile y en 1934
en Roma, “en pro de la mayor identificación con la Iglesia”.
Para dejar bien identificada y
consolidada la Obra en su más genuina identidad, en 1935 obtuvo de la Santa
sede el Breve Litteris Apostolicis, que afirmaba el origen de la Institución Teresiana
en Covadonga, a don Pedro Poveda como su fundador y el carácter universal de
esta Obra.
Por
su parte, para mejor cumplir sus obligaciones de presbítero y atento siempre a
los más necesitados, además de seguir perteneciendo a la Unión Apostólica de
sacerdotes Seculares, desde 1930 se incorporó a la Hermandad del Refugio y
Piedad de Madrid, destinada a atender a pobres, vagabundos y enfermos.
Reconocido
como hombre prudente y de concordia, de probada virtud y de consejo, con
heroica caridad, sencillo, dialogante y profundamente humilde, San Pedro Poveda
supo también acoger y ofrecer su madura experiencia a jóvenes sacerdotes,
religiosos y seglares, algunos de ellos iniciadores de obras que se
consolidaron después, que acudían a él en búsqueda de orientaciones,
sugerencias y apoyos. “Todos hemos de cooperar”; “hay en el campo lugar para
todos, puesto para cada uno y esfera de acción donde moverse”, son frases de
sus escritos primeros, cuyo contenido supo llevar siempre a la práctica, y que
explican y dan pleno sentido a su invariable actitud de “unir fuerzas”,
colaborar con otros y suscitar cooperación.