SAN PEDRO
POVEDA CASTROVERDE
Signo para la Iglesia y el mundo de hoy
María Encarnación González Rodríguez
Directora de la Oficina para las Causas de los Santos de la Conferencia Episcopal
Española
San Pedro Poveda fue un hombre sencillo,
humilde, dialogante y audaz, con una marcada coherencia entre su sentir, su
pensar y su hacer, mantenida con serena fortaleza entre la pluralidad y la
contradicción. No se
parecía a los que destacaron por su protagonismo en una época en que todos
deseaban tener un papel muy importante en el complejo escenario de la vida
nacional. Era de los que discretamente se tomaban en serio lo que había que
hacer, cediendo los honores, los primeros puestos y las alabanzas a los demás.
Pero todos le conocían. Sabían dónde estaba el Padre Poveda dispuesto siempre a
escuchar y a animar.
Cada
época histórica tiene sus posibilidades y sus retos, y también la suya, que fue
el momento en que Europa se abría a la “modernidad”. Tenía 26 años cuando
comenzó un siglo nuevo, el XX, nacido con el ansia de renovación que suele
acompañar a esta circunstancia. Joven, animoso, decidido, a Poveda le parecía
entonces que todo se podía conseguir y, entusiasmado a fondo con el propio
ideal, más que lamentar lo mucho que estaba por hacer, prefirió comprometerse
con lo que tenía a su alcance. Así lo hizo siempre. Y triunfó del todo, pero con un triunfo muy
particular: llegar a ser un gran santo. Un santo de los que enseñan cómo se
vive, y cómo se muere, por amor a Jesucristo.
Cuando el Papa le proclamó Santo en la Plaza de Colón de
Madrid el día 4 de mayo de 2003, dejó constancia de este acto, como en todo
caso semejante, en un documento muy solemne: una Bula pontificia. Esta Bula,
que está escrita a mano en pergamino y firmada de puño y letra por Juan Pablo
II, después de la solemne fórmula de canonización y antes de los párrafos
finales dice así: “Concluida la oración acostumbrada, hemos venerado a
este varón excepcional y admirando su heroica laboriosidad y sus maravillosos
ejemplos de fe, hemos invocado su patrocinio en ayuda de toda la Iglesia”. Es
muy importante este párrafo: el Papa
solicita a favor de la Iglesia la intercesión de este gran santo, que vivió y
murió por y para la Iglesia de Jesucristo.
Pedro Poveda Castroverde nació Linares (Jaén) el 3
diciembre del 1874 y fue bautizado en la Parroquia de Santa María una semana después. Era el hijo mayor de don
José Poveda Montes y de doña María Linarejos Castroverde, un matrimonio
profundamente cristiano y que participaba mucho en el complejo ambiente local.
Linares
era un núcleo urbano importante, porque estaban en plena explotación sus minas
de plomo que incluso atraían a emigrantes para trabajar en ellas, aunque
tuvieran que vivir en condiciones muy duras, como por desgracia entonces
sucedía en muchos lugares. También hubo quien acumuló grandes fortunas. Llena
de contrastes, esta ciudad era un muestrario de todas las clases sociales, de
los distintos partidos políticos del momento y de las tendencias culturales que
se estaban dibujando o debatiendo en España.
La familia Poveda pertenecía a una
clase media culta, sensible a los problemas sociales, y con amigos entre los
pobres y entre los ricos. Don José, el padre, era químico de una importante
Sociedad minera y la madre se ocupaba de la numerosa familia, con cinco hijos
varones.
Pedro,
que vivió su infancia en el amplio ambiente familiar, donde se integraban bien
los abuelos, los tíos, los primos y demás parientes, manifestó pronto gran
atracción por el sacerdocio. Él mismo cuenta su afición a las “misas” de niño,
y nosotros podemos ver hoy los vestidos y ornamentos que cariñosamente le
hacían las tías para celebrarlas. Sin
embargo, aunque era muy buen cristiano, el padre no accedió inmediatamente a
que cumpliera su deseo, porque prefería que consolidara bien esta vocación. Al
fin, tras prolongada insistencia, le autorizó a que ingresara en el Seminario
de Jaén cuando contaba quince años de edad, pero con la condición de que
continuara a la vez los estudios de Bachillerato como, en efecto, ocurrió.
Realizó este examen el 20 y 30 de septiembre de 1893. Pedro lo narraba después
de este modo:
“Tuve que
librar una batalla para que me dejaran ir al Seminario; mi padre se oponía
porque tenía pensado que hiciera el grado de bachiller y creía que al ingresar
en el Seminario dejaría el grado. No fue así, y el año que cursé en el
Seminario el 6º, o sea, el 3º de Filosofía, terminé mi Bachillerato en el
Instituto de Baeza con nota de sobresaliente en los dos ejercicios”.
Prepararse
para ser sacerdote, “fue la mayor
alegría que pudieron darme. Yo soñaba con el Seminario y me pasaba la vida
haciendo planes”, escribió también. En estos años de seminarista, que él
recordó siempre con mucho cariño y gratitud, se esmeró en cumplir con sus
obligaciones de estudiante y en la
caridad con los pobres. Fue elegido para comisiones y servicios, por
considerarlo responsable y de gran confianza.
Las
dificultades económicas en que se vio la familia por la prolongada enfermedad
reumática del padre, le obligaron a solicitar una beca, que le fue concedida en
el Seminario de Guadix (Granada) por el nuevo Obispo de la diócesis, don
Maximiliano Fernández del Rincón. Se trasladó allí en 1894. “Fui a Guadix con
un entusiasmo loco ─decía después─ y con unos deseos de ser santo y de copiar
de aquel varón insigne que mejores no podían ser”.
En Guadix terminó sus estudios a la
vez que cumplía algunos servicios en la diócesis y el 17 de abril de 1897,
Sábado Santo, fue ordenado sacerdote en la capilla del Obispado, donde también
celebró su primera Misa solemne el día 21, Miércoles de Pascua. En adelante fueron estas las fechas personales que más recordó y celebró. En su agenda,
al llegar estos días, aparecen expresiones como estas: “Aniversario”, “Bendito
día”. Y solía repetir: “¡Señor! Que yo sea sacerdote siempre: en pensamientos,
palabras y obras”.
Permaneció
en la diócesis de Guadix ejerciendo su ministerio de presbítero como
Vicesecretario del Obispo y Secretario del Gobierno Eclesiástico, Profesor y
Director espiritual del Seminario, Presidente de las Conferencias de San
Vicente de Paúl y de la Obra de la Propagación de la Fe y, sobre todo, como
persona de confianza del Obispo, que le encomendaba diversas misiones. También dedicó tiempo al estudio y en 1900 obtuvo en Sevilla el título de
Licenciado en Teología.